Si un inversor tuviese que apostarse la guita en el rendimiento de una banda en directo, no habría activo más seguro que un show de la omnipresente banda australiana, inequívoca heredera de sus compatriotas de AC/DC en el abonadísimo terreno del hard rock del país insular más grande del mundo. Joel O’ Keeffe y los suyos siguen disfrutando sobre un escenario como el que lo cata por primera vez y entra en una permanente espiral de locura irrefrenable. Son la actitud incontestable, el sentimiento puro de quien se exhibe poseído por su pasión desde los dedos de los pies hasta la coronilla.

Airbourne acostumbra a contar con bandas de muchos quilates de electricidad y de calidad para caldear a la audiencia, y esta vez no fue menos. Por primera vez en su trayectoria se presentaron en Madrid  los tres miembros de Leogun para desprender rock and roll sazonado sobradamente con blues y recubierto por una gruesa capa de psicodelia directamente heredada de aquella escena pretérita por la que Led Zeppelin caminaba a sus anchas.

En un show que fue claramente de menos a más, los londinenses consiguieron hacer de la sala, otrora gélida, un hervidero al ritmo de canciones de magnética atmósfera y correosa envolvencia como “Majick Potion”, “Beauty Queen” o la lisérgica y desbordante “Medicine”, que fue, por cierto, un punto de inflexión hacia una mayor química entre la audiencia y el trío capitaneado por el vocalista y guitarrista Tommy Smith, protagonista absoluto del tablado. El frontman, al principio más comedido que al final, acabó arrodillándose ante un público que disfrutó de sus arranques de garra cuando soleaba a las seis cuerdas y de una versatilidad vocal digna de ovación. También nos emplazó a adquirir su disco – estaba a la venta por tan solo 5€ – y a beber juntos mientras escuchábamos buen rock and roll, en alusión a los cabezas de cartel de la velada. Prometieron regresar el año que viene y algo me dice que después del éxito cosechado a orillas del Manzanares se les recibirá con los brazos abiertos.

El intermedio entre uno y otro concierto fue de una media hora que vino bien para que a todo el mundo le diera tiempo a refrescarse y avituallarse, pues el aspecto de la sala a esas alturas de la noche – era martes, día festivo pero no víspera del susodicho – era magnífico. Airbourne se han abonado a llenar salas de envergadura y cada vez parece acercarse más el momento de prender los cohetes de la lanzadera que los transporte directos hasta pabellones de mayor aforo, también en nuestro país. La pregunta es: ¿lo conseguirán antes o después que Volbeat? Los daneses, por cierto, tocaron con los australianos por otros países del continente europeo, esa gira se quedó al norte de los Pirineos. ¡Oh, Dios del rock and roll, ¿por qué nos privas de semejante combinación?!

Con el telón de su penúltimo disco apenas visible tras las torretas de amplificadores Marshall que auguraban un volumen de acorde a la explosión de energía que iba a suceder de un momento a otro sobre el escenario, comenzó a retumbar una intro de ruidosos tambores extraída de ‘Terminator’ para que el cuarteto de Warrnambool, una villa de poco más de 33.000 habitantes emplazada en el Estado australiano de Victoria; saliera como una exhalación provocando una torrencial lluvia de alto voltaje sobre nuestras cabezas al ritmo de “Ready to Rock”, adrenalínico corte que contiene el célebre coro que los más acérrimos corean antes de cada show de Airbourne. Y de himno en himno y tiro porque me toca, que no rima ni falta que hace. “Too Much, too Young, too Fast” prolongó la fiebre en una audiencia que no iba a quedarse quieta ni un instante. Lo contrario habría significado una diferencia abismal, una anacronía quimérica con lo que transcurría bajo los focos.

Joel se dirigió por primera vez a la audiencia con el mismo énfasis que pone a cada una de sus acciones durante cada concierto, y acto seguido dispararon “Chewin’ the Fat”, en cuyo interludio, lata cerveza en mano, el hiperactivo cantante y guitarrista proclamó la “revolución del rock and roll”. Los que ya los habíamos visto intuíamos el final de la lata. Sí, se la reventó a golpes en la cabeza hasta que el manjar de cebada salió despedido por diferentes agujeros del maltrecho recipiente y la lanzó al público. Era la primera de unas cuantas.

Por fin asomó por el repertorio el último disco del grupo, ‘Breakin’ Outta Hell’, y lo hizo con una magnífica carta de presentación como es “Rivalry”, buen punto de partida para el súbito crescendo de intensidad y delirio colectivo que trajo consigo “Girls in Black”. Mucho había durado el mayor de los O’Keeffe sobre el escenario y en el solo, a falta de lugares por los que trepar y de paso jugarse la vida en la Sala La Riviera, se dio un buen recorrido entre el público sin parar de exprimir, extasiado, su instrumento de seis cuerdas. La locura, desatada desde el minuto uno, alcanzaba cotas de pabellón psiquiátrico, con el público tornado en maremoto. Y nos gusta.

“It’s All for Rock N’ Roll” pasó algo más desapercibida que su sucesora, “Down on You”, en la que Joel se paseó por el escenario haciéndonos completar una y otra vez su estribillo. Aunque él concentre todas las miradas, no hay nada que reprochar al guitarrista y corista David Roads, al bajista Justin Street y al hermanísimo, el batería Ryan O’Keeffe, los tres seguros y vibrantes en su papel, tan sudados y entregados como el capitán de la nave.

Ya les picaba la planta del pié y por eso pisaron el acelerador una vez más en “Breakin’ Outta Hell”, que sonó mientras advertíamos que el telón de fondo había mutado hacia la portada del susodicho álbum. La ebullición seguía su avance con “No Way but the Hard Way”, todo un alegato hímnico para celebrar el hard rock más auténtico y aguerrido que agrieta las paredes de las salas de medio mundo. También les pareció un buen momento para agrietar las retinas de los presentes mediante un potente foco con el que Joel, despojado de su guitarra, enfocaba a un público en penumbra. Otro recurso más en un despilporre que fue aún a más cuando se formó un salvaje circle-pit al hilo de la trepidante “Stand Up for Rock ‘N’ Roll”. En ella se vio una rara avis en la península Ibérica, mucho más frecuente en Centroeuropa. Me refiero el crowdsurfing – gente llevada en volandas sobre el público – que elevó varios grados la tensión y la susceptibilidad del personal de la sala. Pudieron tomarse un respiro al terminar el tema, pues el grupo se retiraba concediéndonos la primera y última tregua. Solo llevaban diez temas cuando dieron paso a los bises, pero con tamaña intensidad, la saciedad es pájaro en mano.

Con ruido de aviones rebotando en la sala, Ryan O’ Keeffe tuvo su minuto de gloria accionando con fuerza de baterista una manivela para hacer sonar una bulliciosa sirena antiaérea. Rápidamente volvió a su puesto tras los tambores, justo a tiempo de que apareciese, deslumbrante, su hermano subido al muro de altavoces para arrancar otra indispensable, “Live it Up”, que fue el pretexto perfecto para que el alocado showman incitase a los asistentes a subirse a hombros de sus acompañantes para desesperación del personal de seguridad, cuya tensión volvió a subir. Tan susceptibles resultan a veces por estas latitudes que uno de ellos se empeñó en frenar a aquellos que se subían hasta que un ayudante del grupo se apresuró a explicarle que era lo que se había pedido desde el propio escenario. Joel lo zanjó con una frase imbatible que rezumaba franqueza por los cuatro costados: “It’s Rock N’ Roll, man!” (¡es Rock N’ Roll, tío!). Cualquiera le pone pegas a eso. Los que desafiaron la ley del recinto fueron convenientemente recompensados por un buen puñado de latas de cerveza.

Sabedores éramos de que un concierto de Airbourne es la ejemplificación de aquella manida y no siempre cierta frase de “lo bueno, si breve, dos veces bueno”; y el final estaba ya a la vuelta de la esquina. Con temas demasiado importantes para quedarse fuera de un repertorio como “Blonde, Bad and Beautiful”, “Cheap Wine & Cheaper Woman” o “Born to Kill” en un tintero del que esta vez, por desgracia, no saldrían, el grupo dio carpetazo a la actuación dejándonos con ganas de más mediante la más inevitable de todas: “Runnin’ Wild”. El colofón a la fiesta tenía que ser el mayor foco de agitación sobre la faz de la Tierra en ese preciso instante y así fue. Hubo tiempo para que Joel rompiese otra tres latas de cerveza en su más que curtido cráneo y duchase a las primeras filas – tranquilos, dicen que la birra es buena para el pelo –, o para que, sabiéndoselas todas, tocase la melodía del “oé-oé”, conocedor de que el público le acompañaría encantado. También hizo un guió al “Let’s There be Rock” de sus maestros AC/DC antes de retomar el potente riff del que quizá es el tema más emblemático de la banda y finiquitar por completo una concisa y rotunda apología del rock and roll en el más puro y amplio sentido de la palabra. Electricidad, pasión y actitud, siempre actitud.

Crónica de Jason Cenador de Mariskal Rock